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Los Centros Comerciales nos enferman.

En 1950 inicia el nuevo ciclo histórico de las economías de consumo. En esta fase, dice Lipovetsky, “la capacidad de producción aumenta tanto que se genera una mutación social que da lugar a la aparición de la sociedad de consumo de masas. Se abren supermercados, hipermercados, centros comerciales y, aunque de naturaleza básicamente fordiana, el orden económico se rige ya parcialmente según los principio de la seducción y de lo efímero”. En este periodo se vienen abajo las antiguas resistencias culturales y se expande la sociedad del deseo.


Los Centros Comerciales son útiles y prácticos ante la premura de simplificar la vida pero a su vez, son los nidos de la peor tribu urbana: el arribismo. El arribismo domina nuestras ciudades, cala tan profundo que a todos nos toca y nos ha puesto a actuar como autómatas. Es la peor enfermedad social que heredamos y que heredaremos.


Los Centros Comerciales están diseñados para consumir, y no está mal, pero la perversión social los ha convertido en el pequeño teatro del horror superficial. Personas asalariadas pertenecientes al mas negativo y dañino escalón social conocido como la clase media empleada, embarran con su presencia estos lugares. Mujeres con acceso a los bienes producidos mostrando su irrisorio poder económico a escala con prendas muy costosas y artículos de supuesto lujo para acercarse -en su psiquis- a las élites. El nuevo consumidor es empleado de oficina con ingresos modestos pero superiores al promedio obrero y el comerciante emergente con capacidad im


portante de consumo de ascendencia popular. Ambos coinciden en la “ansiedad social”, los dos grupos anhelan una “vida mejor” (lo cual no está mal) pero sacrifican emocionalidad, apelan a la apariencia y discriminan a sus pares, los que están en su escala. Ante la elite se derriten y muestran, muchas veces, sus complejos y carencias mas profundas.


Es una feria indígena demostrando “quién tiene la mejor pluma en la cabeza”. Su intelecto está conectado con su capacidad de consumo y de esa manera miden la valía de quienes los rodean. No existe un par “que merezca” su atención si no presenta similar capacidad de consumo. El empleado/empresario de clase media y media alta, particularmente es el hiperconsumista arquetípico y se apoya tanto en sus emociones que éstas no acaban nunca de ser satisfechas y la experiencia de la decepción asoma por temporadas. Su serotonina es gobernada por el consumo y su expectativa de satisfacer su anhelo de “crecer socialmente”, de ser reconocido y ante todo, de generar envidia. La envidia (generarla) es la base de la publicidad, del consumista, del emocionalmente agrietado, de lo que conocemos como arribista.


La mujer es la encargada en esta estructura de ser la “cara visible” del sentimiento arribista. Ella es la encargada de lucir las pieles y las plumas, de presumir con sus similares y emocionalmente está mas expuesta a la depresión y la ansiedad por estas causas exógenas. El hombre dentro de esta estructura, es la fiera proveedora que está dispuesto a hacer cualquier cosa –ya sea sea ilegal e inmoral- para obtener estatus, para él es sinónimo de fuerza bruta (por ejemplo usar unos zapatos costosos) para ella, es sinónimo de acercamiento a las elites que ha admirado desde que fue programada en un mundo del tipo Disney, en donde ella no debe esforzarse por obtener merecimientos.


Esta dinámica del individualismo en manos de una economía desigual asentada en pueblos de indios, refuerza la identificación con el otro (la envidia). El culto al bienestar de la clase media conduce, aunque parezca paradójico, a que los individuos sean más sensibles al sufrimiento, mas tristes, mas expuestos, mas ridículos. La caricatura de la clase media arribista y de “derecha” está tan bien lograda que ni ellos mismos se dan cuenta.


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